Arrepentimiento
El Sr. Francisco yacía en su cama, su
rostro estaba cubierto por lágrimas y en sus ojos podía verse dolor y
arrepentimiento. Esa mañana, estando en el jardín, sintió un dolor como nunca
antes, sintió que su pecho se comprimía impidiéndole respirar; la vista se le
nublaba y el mundo parecía dar vueltas. Un nudo en la garganta le impedía
emitir cualquier sonido y aunque hubiera podido dar un grito de auxilio, de
nada hubiera servido, la casa estaba vacía. Pensó en recostarse en su cama
hasta que el dolor desapareciera, se levantó de la mecedora y abandonó el
jardín. Caminó dificultosamente, dando tumbos, apoyándose en los muebles de su
casa. Al llegar al pasillo que conducía a su habitación, se tambaleó pero al
aferrarse a la pared evitó una caída de la que no hubiera podido levantarse. Al
fin llegó a su cama y se recostó del lado izquierdo con la vista al techo. Todo
seguía dando vueltas. Estando ahí acostado dejó caer su cabeza hacia un
costado, dirigiendo la mirada hacia el lugar donde durmió su esposa por 53 años
y que ahora se encontraba vacío. No le costaba trabajo recordar su rostro
iluminado por los rayos del sol que entraban por la ventana cada mañana. Le
gustaba verla dormir aunque al momento en que comenzaba a despertar él se
volteaba y fingía seguir dormido. No era la única ocasión en la que ocultaba
sus sentimientos, la amaba, pero jamás lo demostraba. El Sr. Francisco era un
hombre reservado y adusto, no se le vería llorar, decirle una palabra dulce a
su esposa o dándole un abrazo a sus hijos. Una tarde, ella no soportó más su
frialdad y se derrumbó. Al regresar del trabajo la encontró llorando mientras
ponía la mesa. Quiso acercarse a ella y preguntarle qué era lo que le pasaba,
abrazarla, consolarla, pero las únicas palabras que salieron de su boca fueron
“¿Ya está lista la cena?”. Ahora que se encontraba solo, reconocía que él pudo
evitarle esa tristeza a su esposa, que decir te quiero no era tan difícil
después de todo. Pero ya era muy tarde.
El dolor que sentía en el pecho no era
tan grande como el que emanaba de su corazón. Ahí estaba él, triste, agonizante
y solo. Podría haber sido diferente, y él lo sabía. Podría estar rodeado de su
familia, con sus hijos acompañándolo y sosteniendo su mano. Pero no, él los
había alejado a todos, o mejor dicho, nunca intentó acercarse a ellos. Uno de
los ejemplos más claros eran los cumpleaños. El Sr. Francisco sabía que en
aquellos días especiales su esposa organizaría una pequeña fiesta en su casa,
prepararía un pastel e invitaría a amigos. Era el cumpleaños número diez de su
hijo mayor Manuel, su esposa había pasado toda la mañana con la decoración. Él
había prometido llegar temprano del trabajo para acompañarlos en la
celebración, es más, hacía una semana que le había comprado un regalo. Sin
embargo, el Sr. Francisco no llegó hasta la noche, ya que todo había terminado.
No es que no quisiera ir pero empezó a cuestionarse que diría al llegar, cómo
se comportaría, cómo lo verían los demás si mostraba sus sentimientos. Así fue
como sus hijos se fueron desilusionando de él, y poco a poco dejaron de darle
importancia a lo que su papá hiciera.
Las lágrimas corrían por sus mejillas
mientras la herida en su corazón se agrandaba con cada recuerdo. Ya no
distinguía si el dolor en el pecho era físico o provenía de su interior. De
cualquier forma no podría aliviarlo. El Sr. Francisco terminaría sus días
lamentándose.
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